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La palabra y la historia
En 1532, el conquistador Pizarro metió preso al Inca Atahualpa, en Cajamarca. Pizarro le
prometió la libertad, si el Inca llenaba de oro una gran habitación. El oro llegó,
desde los cuatro caminos del imperio, y cubrió la habitación hasta el techo. Pizarro
mandó matar al prisionero.
Desde antes, desde que las primeras carabelas aparecieron en el horizonte, hasta nuestros
días, la historia de las Américas es una historia de la traición a la palabra: promesas
rotas, pactos negados, documentos firmados y olvidados, engaños, emboscadas. “Te doy
mi palabra”, se sigue diciendo, pero pocos son los que dan, con la palabra, algo más
que nada.
¿No habrá que aprender, como en tantas otras cosas, de los perdedores? Los primeros
habitantes de las Américas, derrotados por la pólvora, por los virus y las bacterias y
también por la mentira, compartían la certeza de que la palabra es sagrada, y muchos de
los sobrevivientes lo creen todavía:
Dicen que nosotros no tenemos grandes monumentos –dice un indígena mapuche, al sur
de Chile–. Para nosotros, la palabra sigue siendo el gran monumento. En lengua
guaraní, ñe’e significa “alma”, y también significa “palabra”:
–La palabra vale –dice un indígena avá-guaraní, en el Paraguay– porque
es nuestra alma. No necesitamos ponerla en un papel, para que nos crean.
Las culturas americanas más americanas de todas fueron descalificadas, desde el pique,
como ignorancias. En su mayoría, no tenían escritura. La Ilíada y La Odisea, las obras
fundadoras de eso que llaman cultura occidental, también habían sido creadas por una
sociedad sin escritura, y sus palabras vuelan cada día mejor. Oral o escrita, la palabra
puede ser instrumento del poder o puente de encuentro. La descalificación tenía, y sigue
teniendo, otro motivo mucho más realista: estamos entrenados para escuchar y para repetir
las voces del éxito.
Por hablar de las voces del éxito, vale la pena mencionar la importancia que la palabra,
una sola palabra, ha tenido durante el reciente proceso contra los militares que
ejecutaron la matanza contra la comunidad indígena de Xamán, en Guatemala. La
carnicería ocurrió en 1995, ya en el período que llaman democrático, y había una
montaña de pruebas que condenaban a los asesinos; pero el asunto quedó en agua de
borrajas. La secretaria que transcribió el auto de procesamiento había cometido un error
de ortografía en la calificación penal: “Ejecusión extrajudicial”, escribió.
Los abogados del ejército sostuvieron que ese delito, escrito así, ejecusión, no
existe. El fiscal protestó: fue amenazado de muerte y marchó al exilio.
Eduardo Galeano
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